Relato «Garlic cook in the Kartoffel boat»

Garlic cook in the Kartoffel boat El primer recuerdo de la travesía que se viene a mi mente no son las emociones de esos amaneceres y esos anocheceres vividos en soledad, que no volveré a ver, ni las estrellas fugaces de las latitudes caribeñas en las primeras guardias nocturnas que se hicieron tan llevaderas en traje de baño… No, mi primer recuerdo lo sitúo siempre en la bodega del barco, eligiendo patatas.

Sí, sí, en cuclillas eligiendo las mejores, entre patatas de todos los tamaños y colores, almacenadas en diferentes envases, cajas de cartón, saquitos de tela, redecillas y bolsas de plástico o en las clásicas cajas de fruta, de maderas claveteadas.

¿Cómo llegaron allí? Muy sencillo, gracias al «reparto de tareas» entre gente de tierra adentro y gente de mar.

Soy de los que prefiero «patrón borracho antes que tripulación democrática» pero, como no era mi barco, allí no podía ejercer de capitán y de todos es sabido que peor todavía que una «tripulación democrática» es un «barco con dos capitanes», por lo que desde el primer día me afané en buscar ocupación para las casi tres semanas de convivencia con cuatro desconocidos, en un barco de veinte metros en medio del océano.

A finales de abril, aterrizaba en Tórtola, una de las Islas Vírgenes Británicas, archipiélago situado al Este de Puerto Rico en la parte norte de las «Antillas». Mi billete era solo de ida, pues la vuelta a Europa la debía hacer navegando a vela en el Zulú, un moderno y robusto barco de 66 pies de eslora.

Como si fuera un «reality televisivo», los cuatro tripulantes íbamos llegando al barco, que iba a ser como nuestra casa, y según embarcábamos, saludábamos a Álvaro, el patrón, y nos analizábamos mutuamente, poniendo nuestras mejores caras, para acto seguido revisar de arriba a abajo cada rincón de nuestro nuevo hogar, buscando acomodo a nuestras pertenencias.

Un alemán, Michael, dos hispano -alemanes, León y Javier, y dos españoles, Álvaro y yo, conformábamos la escasa dotación que tuvo que elegir el inglés como lengua oficial de a bordo.

Las treinta y seis horas antes de la partida estaban destinadas para aprender nuestros nombres, conocer de qué ‘pie’ cojeábamos, hacer limpieza general, preparar la jarcia, hacer el reparto de tareas, la compra, sustituir las botellas de gas, llenar los depósitos de agua y combustible y estibar los víveres para la travesía.

Con el amanecer de la víspera hicimos dos equipos y empezamos la faena.

A los dos que teníamos más experiencia marinera, nos tocó quedarnos a bordo realizando las reparaciones (sustitución de velas, engrase de piezas móviles así como los repostajes), al tiempo que supervisamos la limpieza de cocina, baños e interiores, realizada con música de reggae de fondo, por dos orondas nativas isleñas a velocidad y ritmo caribeño.

Los tres con sangre alemana, se llevaron la lista de la compra y  las direcciones de las cuatro tiendas donde podían hacerse con los víveres. Las indicaciones del patrón eran genéricas y de sentido común, «seleccionar buenos alimentos frescos» y solo algo de congelado por el poco espacio de la nevera.

Álvaro nos aseguro que en sus anteriores travesías del Atlántico siempre había pescado por lo que podíamos contar con seguridad, con pescado fresco para la primera semana.

Era una lista sin cantidades, de los alimentos indispensables para cinco personas durante tres semanas. Dejamos al arbitrio y buen hacer de un ingeniero de Caminos Canales y Puertos, de un doctor en Derecho y de un veterinario las raciones de cada producto.

Me quedé tranquilo en cubierta iniciando mis faenas, confiando en el buen criterio del equipo germano, especialmente del benjamín del grupo, un veterinario que se pasaba el día revisando los componentes en el etiquetado de cada alimento envasado que caía en sus manos. Si el bueno de León examinaba con detalle el «nutrition facts» de cada compra, analizando las grasas malas, aditivos, colorantes y azúcares, estaba claro que íbamos a comer muy sano.

Tras seis horas de trabajo ininterrumpido, al barco solo le quedaba la estiba de la bebida y alimentos que llegaba en ese momento por el pantalán cual procesión pagana: nuestros tres comisionados, junto a tres ayudantes del supermercado arrastrando seis carros, modelo «king size», repletos hasta arriba de cajas de víveres y sorpresas.

Sorpresa es una manera cariñosa para expresar lo que sentimos el equipo del barco cuando empezamos a estibar las compras de nuestros compañeros encargados del «shopping»: trescientos litros en garrafas de agua…¡destilada!, veinte botes de kétchup, otros tantos de mahonesa y lo mismo de mostaza, treinta cajas de cereales, treinta latas de guisantes, quince kilos de manzanas, treinta latas de zanahoria y patata troceada cocida y cien kilos de patatas pequeñas, medianas y grandes, blancas, rojas, marrones, además de bolsas de patatas fritas, y…congeladas, muchas, muchas salchichas, mucha carne de cerdo y para rematar cajas de pasta de todas las formas imaginables.

De verdura, pepino fresco, latas y botes de pepinillo. Ingredientes, todos ellos, apreciados en Baviera o en Berlín pero que ese mediodía bajo el sol del Caribe se me antojaron una dieta castigo para las tres próximas semanas.

Gran parte de la bebida todavía debe seguir a bordo del Zulú, a pesar de haber pasado cinco meses desde aquella compra. Sus cálculos consistieron en multiplicar cinco tripulantes por tres coca-colas, más tres cervezas más tres refrescos, por 22 días…casi mil latas de bebidas gaseosas.

Con el único litro de aceite de girasol que habían traído, las cuentas mentales que empecé a hacer no me salían… ¡Ni en el peor «chino» del peor barrio reutilizan un único litro veinte días! Con la dieta que se avecinaba había que tomar decisiones urgentemente.

La primera, ‘autonombrarme’ cocinero de a bordo. Como dice el refrán, “es mejor malo conocido que bueno por conocer» y viendo las compras realizadas se me antojaba que su repertorio culinario era menos amplio que el mío.

La segunda consistió en hacer una nueva lista para las devoluciones precisando que el agua debía ser potable, las cantidades eran para cinco personas y no para un regimiento, añadiendo especias, fruta variadas, verduras, cebolla, ajo, huevos, pavo, jamón, carne de ternera, aceite de oliva, arroz integral, azúcar morena, levadura y por supuesto algo de queso.

Las sorpresas iban a trastocar los planes de salida ya que en el Caribe, un domingo por la tarde, y encima siendo víspera de primero de mayo, con absolutamente todos los negocios cerrados, cualquier cambio de última hora resultaba una misión imposible, por lo que decidimos retrasar un día la salida y tomarnos la tarde libre para bañarnos en la playa de Brandy Wine Bay, donde nos reímos de las compras realizadas y esperamos a que el día siguiente nos sorprendiera con alguna tienda abierta.

Desde el primer al último día seguimos una disciplina germánica pero comimos a la española.

Mis buenos amigos cumplieron estrictamente sus tareas: El patrón, patronear, y los hispano-germanos, poner la mesa para las tres colaciones diarias, recoger y limpiar  todos los utensilios y estar sentados puntualmente a las 09:00, a las 14:00 y a las 20:30 según el reloj de bitácora; y  lo más importante, no entrar en mi reino, la cocina.

A mí no me importaba estar entre fogones, soportando el calor tropical, entre los vaivenes de las olas, lo había hecho muchas veces sin marearme en barcos pequeños en mi cantábrico natal y ahora la cocina de este barco de veinte metros me parecía un lujo ‘asiático’. Lo que me asustaba era defraudar la confianza que me habían otorgado mis compañeros de travesía.

Antes de perder la cobertura de Wi-Fi en la «Marina de Roadtown» me afané a enviar mensajes a casa: “Necesito recetas, platos para hacer con pescado y con patatas, variación, sencillez y que sean nutritivos”. Esa era mi súplica y debía ser atendida antes de cuatro horas que largábamos amarras.

Con los mails que recibí, un par de libritos que había en la biblioteca de a bordo, el recuerdo de mi madre cocinando para sus doce hijos y algo de  la genética vasca, que imprime carácter en materias culinarias, me lancé a una aventura mucho más excitante que la soledad buscada, el enfrentarse a las adversidades climatológicas o a la posible crisis de claustrofobia en un lugar tan pequeño frente a la inmensidad oceánica.

Me sabe mal decir que quedaron satisfechos. No soy vanidoso, ni desayuno todos los días «egos fritos» y no quiero que parezca falsa modestia pero me resultó sencillo agradarles.

Tras diecisiete días de escora, logré no cortarme, no quemarme, “emplatar” todos los alimentos con detalles estéticos, no sacar nada recocido, ni quemado, ni salado y, lo mejor de todo, es que me gustó Hacerlo.

La única incomodidad resultaron las molestias en la cadera que me duraron más de un mes en tierra. El viento del Norte con nuestro rumbo Noreste nos obligó a ceñir escorados toda la travesía, y para cocinar hay que estar de pie frente a la cocina, como dicen los argentinos «sí o sí».

El peor momento de mi oficio y que sucedió a diario, coincide, como me lo han asegurado las protagonistas, con el de muchas amas de casa en todos los rincones del planeta. A partir de las once de la mañana siempre pensaba lo mismo, “Y hoy: ¿Qué les pongo?”. Desde esos días aprecio más a todas las madres del mundo que con mucho o poco se han devanado los sesos, con esa misma pregunta,  intentando alimentar y satisfacer  a los suyos.

El menú de la travesía se cimentó en un desayuno con ensaladilla de frutas tropicales (mientras estuvieron frescas), y fruta de lata disimulada con bayas de Goji y leche condensada, a partir del décimo día.

Tras la fruta alternaba entre huevos en sus distintas modalidades y fritangas de bacón o salchichas, siempre con pan tostado del que no dejábamos ni una miga, acompañados de zumos de tetra bricks para «aligerar» la ingesta.

Por supuesto, les daba café, uno con leche fría, otro templadita, leche con cacao para el mas jovencito, té rojo para Michael y té verde para mí… ¡Viva la uniformidad! Cinco bebidas distintas para facilitar la vida al cocinero.

A los que les gustaban los cereales, no les faltaron en todas sus variedades, con o sin azúcar, con chocolate, con frutos rojos o con frutos secos. El muesli, los country crips, o los fruits fitness, a mi me recordaban a la papilla de los bebés pero estos “rudos hombres de mar” los devoraban como si les fuera la vida en ello.

Tras descansar de mis obligaciones matutinas, me dedicaba a la lectura y a pelearme contra el permanente “bamboleo» que me derramaba el agua con el que pintarrajeaba mis mini acuarelas donde intentaba reflejar lo que no podíamos captar con nuestras cámaras.

En la mar no hace falta banda sonora para disfrutar de la navegación. El crepitar de la espuma de la estela o el sonido de los rociones sobre la cubierta junto al de los pantocazos del casco al pasar la ola son la mejor sinfonía. Aun así, la tripulación inició el mercadeo de archivos sonoros que teníamos grabados en nuestros gadgets tecnológicos que ya sin cobertura, nos servían de acompañantes en las guardias nocturnas. Los acuerdos resultaron curiosos: dos de «Florence and the machines» a cambio de un directo de «Manu Chao». El «boa sorte» de Vanessa da Mata a dúo con Ben Harpper se cotizaba carísimo y se permutó por cuatro CD de música de los ochenta….

La lectura era otro placer que evitaba que hubiera un minuto de tedio entre la tripulación. Conrad, London, Confucio, Philip Hoare, son algunos de los autores que guardé entre la ropa de agua la víspera del viaje y que devoré la primera semana de navegación.

Luego me surtí de la biblioteca de a bordo y disfruté de los cuatro libros de Chris Stewart. Desde “Entre limones” a las “Tres maneras de volcar un barco”, que, a pesar de lo inquietante del título, es un libro imprescindible para cualquier amante de la mar y de la vida.

A las doce y mientras Álvaro enseñaba a calcular la «meridiana» con el sextante y nuestro ingeniero de caminos hacía y rehacía los cálculos para comprobar a cuantas millas de la posición del GPS nos resultaban las mediciones artesanas con los almanaques náuticos, yo me encerraba entre pucheros devanándome los sesos para decidir qué preparaba para ese día y qué ponía a remojo o descongelaba para las «colaciones» siguientes. Mi objetivo era lograr una alimentación variada y equilibrada con unas cantidades que debían seguir el principio «desayunar como reyes, comer como príncipes y cenar como pobres».

Con las provisiones que almacenábamos no es de extrañar que la patata en cualquiera de sus variedades estuviera presente en todas nuestras comidas. Así, ensaladilla rusa, tortilla española, fritas, cocidas, en Marmitako, a lo pobre, como «cama» del pescado al horno o del pavo asado, brócoli con patatas y así hasta diecisiete platos distintos.

Además de la patata, casi todos los platos los aderezaba con sofrito de ajo. El olor que despedía el ajo al freírse en láminas finas sobre la carne o el pescado, en la plancha o en el horno, me trasladaban a muchas millas al norte de la posición del sofrito.

Incluso Michael, después de quince días soportando mis costumbres, confesó que le había empezado a gustar ese característico sabor tan denostado en ciertas culturas.

El relato de los días de mar no merece la pena por su monotonía, no exenta de una permanente sensación de bienestar, que es difícil trasladar por entrar en el mundo de las sutiles emociones, como las producidas al alimentar al vuelo a las «pardelas» con los peces voladores que recolectábamos en la cubierta o la alegría que imperaba a bordo cuando pescábamos un dorado o incluso, las cuatro veces que sucedió, cuando nos cruzamos con otros tantos barcos y nos parecía que se acercaban demasiado a nuestros dominios.

Nos quedó tiempo para un campeonato de mus del Atlántico con resultado parejo después de casi veinte partidas, gracias a las sucesivas revanchas que otorgaban siempre los que resultaban vencedores. En el campeonato de ajedrez, la sabiduría del prejubilado teutón, Michael, con su permanente calma, resultaron sus mejores armas para ganar todos sus desafíos.

Después de anochecer y antes de iniciar las guardias individuales, nos volvíamos a reunir puntualmente alrededor de la mesa en cubierta, para degustar una cena que como la comida y el desayuno incumplía la norma y volvía a ser para «reyes» por las cantidades más que por la calidad.

Para abrir boca y por la facilidad de preparación recurría a las sopas que inmortalizó Warhol, a los que añadía un poco de alegría con vino blanco chileno que no servía para otra cosa.

La ración de verdura las preparaba a la plancha en tiras finas: pimientos de todos los colores, rojos, verdes o amarillos, cebolla roja, pepino o zanahoria. Y de postre quesos variados y que invariablemente rematábamos con un café ‘enfriado’ con ron caribeño que nos animaba y contrarrestaba la sensación de nostalgia, que aparece a la vez que las estrellas en el firmamento.

A esas horas practicábamos otro trueque de conocimientos y León me daba  clases de inglés, que yo pagaba con explicaciones de maniobras, teoría del buque y terminología náutica.

Así pasaron los días en los que nunca se escuchó la pregunta que nos hacen nuestros hijos en los largos viajes: ¿Cuándo llegamos?

 Acerca del Autor:

Back CameraAntonio Tena comenzó a navegar con 12 años, participando en las competiciones de vela ligera desde 1970 y posteriormente como tripulante y patrón en diferentes barcos de crucero. En 2011 se embarcó en una travesía para cruzar el Atlántico desde Santa Lucia a Vigo, en el velero Zulú de 60 pies …. Antonio está en posesión del grado de Capitan de Yate de titulaciones recreativas y en la actualidad navega por el cantábrico en un Hunter 45 «Portu» con su esposa Begoña, también Capitana de Yate  y su mascota «Lagun».